El
orgullo espiritual no contempla la sencillez de las cosas, todo lo da por
hecho. Recibe pequeños dones de Dios y bendiciones a su alrededor, sin embargo,
las desecha: Sea una doctrina que ya conoce, sea un libro, sea un canto de
alabanza, la gratitud por la vida, el gozo de la lectura de la Palabra de Dios,
un devocional sencillo, un sermón que ya escuchamos, los amigos y familia que
nos repiten las mismas cosas para nuestro bien; el orgullo menoscaba el deleite
y atención de los mismos.
Tampoco
se deja moldear al carácter de Cristo ni es enseñable, aunque agradece de
labios en su corazón no hay gratitud; y se jacta de las victorias que Dios le
ha dado. El orgullo come de este pan diario siendo su único afán: “Ya lo sé
todo, lo he mirado todo, no me hace falta que me repitan nada de esto; solo
quiero lo mejor, lo bueno, lo sublime, no lo común y lo corriente”.
El
jactancioso no percibe la humildad y sencillez de las cosas y la necesidad de
repetirse y recordarse que no es indispensable en nada, todo cuanto tiene se lo
debe a Dios, y es deudor interminable de Él.
El orgullo espiritual
como fuente de agua mortífera
El
orgullo es una fuente contaminada que emana del corazón del hombre. Es la
fuente de muchos males (Por esto decimos que es la capital de los pecados) y de
ella fluye: El legalismo, la hipocresía, el desamor, la auto-justificación, el
auto-engaño, la falsedad de su propia suficiencia, el amor excesivo sobre la
letra que el espíritu del evangelio, la jactancia, la arrogancia, el
conocimiento intelectual no fundamentado en Dios, la tergiversación de la
Palabra de Dios y las herejías, el amor a las cosas externas, la comodidad y la
tibieza espirituales; rechazo al consejo, exhortación, reprensión, enseñanza de
la Palabra de Dios; la corrupción de la unidad de la iglesia, el impedimento
del crecimiento y edificación de sus hermanos al carácter de Cristo, el
aborrecimiento a otros (con ello el rencor, el odio, el homicidio, etc.); la
búsqueda de adoración a sí mismo, y el querer sobreponerse a la voluntad de
Dios y no recibir Su gracia.
Finalmente:
El orgulloso es misericordioso consigo mismo, pero estricto con los demás y no
es estricto consigo mismo y misericordioso con los demás.
El orgullo espiritual
como el antiguo pecado de hacerse un dios de sí mismo
El
orgullo espiritual atenta contra el fin principal del hombre, que es glorificar
a Dios y gozar de Él para siempre (Según el Catecismo Mayor de Westminster).
El
orgullo espiritual es tan antiguo como los cielos y la tierra, como los
fundamentos puestos del universo. Empezó con Satanás, queriendo ser semejante
al Altísimo, como consecuencia en su caída arrastró a una tercera parte de los
ángeles del cielo. El orgullo germina pensamientos e imaginaciones tales como:
“Seré como Dios” (Satanás, intentando tomar el trono del SEÑOR), “Si yo fuera
Dios…” (Adán y Eva, cuando comieron del fruto del Árbol del conocimiento del
Bien y del Mal), “¿Por qué prefirió a mi hermano si yo le di solo mejor de mis
cosechas?” (Caín aborreciendo a Abel). Aún más: A lo largo de los evangelios
hay un claro aborrecimiento de parte de Dios hacia a los altivos y soberbios
(explícito e implícito, ejemplos y paralelismos de contraste; como sucede
también en Proverbios y otros libros de la literatura sapiencial). Por ejemplo:
Las Parábolas, en las lecciones cristianas sobre el servicio, las comparativas
del Reino de Dios, el fariseo y el publicano, etc.
El
orgulloso se goza en su corazón de su propia gloria, algo que el SEÑOR Jesús
condena a lo largo de los Evangelios: “Gloria de los hombres no recibo” (Juan
5:41-43). El querer ser un dios aparte del Dios verdadero, implica hacerse a sí
mismo, criatura insignificante e imperfecta, un dios y robar Su gloria.
Fue
por esta razón que en la Parábola de los labradores Jesús anticipó
figurativamente que los líderes religiosos lo enviarían a la muerte por
crucifixión porque se decían para sí mismos: “No necesitamos al Hijo de Dios,
nosotros mismos nos bastamos, nosotros SEREMOS quienes edificarán a Israel con
nuestra religión y nuestras tradiciones”. Fue por esta causa que el fundamento,
la viña y el Reino de Cristo les fue dado a otros, a lo vil, lo débil y
menospreciado del mundo: Los apóstoles y profetas; las generaciones que son
revividas por el poder del Evangelio del Reino, proclamado hasta el fin del
mundo.
Lo
triste es que hoy en día existe ese mismo patrón: Muchos líderes y laicos no
quieren al Hijo de Dios para que reine sobre Su iglesia sino ser ellos quienes
la gobiernen para fundamentar sus ideas de la religión.
La antítesis del
orgullo espiritual: Dejemos que Dios sea Dios
Lo
que aplasta el monstruo del orgullo y de la jactancia humanos es la Gloria de
Dios. Dejemos que Dios sea Dios y no nosotros. Esta gloria, no carece de
contenido o presentación, se halla en la faz de Jesucristo y Su cruz. Viendo a
Cristo, veremos al Padre, para evitar ideas vacías e inventadas acerca de la
imagen de Dios. Conocer a Dios tritura el orgullo por medio del evangelio,
conforme nos acercamos a Su gloria consumidora, más nos damos cuenta de quiénes
somos en realidad: Monstruos repugnantes de pecado. Cuanto más le conozcamos y
aprendemos Sus atributos, más menguamos para que Cristo crezca en nosotros y de
fruto santo. Mas Dios, desde los tiempos antiguos, resiste a los soberbios y da gracia a los humildes. (1 Pedro 5:5).
¡Sólo a Dios la Gloria!