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Samuel 15:20-23 “Entonces Saúl dijo a Samuel: Yo obedecí la voz del Señor,
y fui en la misión a la cual el Señor me envió, y he traído a
Agag, rey de Amalec, y he destruido por completo a los amale- citas. Mas el
pueblo tomó del botín ovejas y bueyes, lo mejor de las cosas dedicadas al
anatema, para ofrecer sacrificio al Señor tu Dios en Gilgal. Y
Samuel dijo: ¿Se complace el Señor tanto en holocaustos y sacrificios
como en la obediencia a la voz del Señor? He aquí, el obedecer es
mejor que un sacrificio, y el prestar atención, que la grosura de los
carneros. Porque la rebelión es como pecado de adivinación, y la
desobediencia, como iniquidad e idolatría. Por cuanto has desechado
la palabra del Señor, Él también te ha desechado para que no
seas rey”.
La
breve enseñanza que nos deja esta sección de la Escritura, como texto base para
partir a otras; es que la obediencia a la Palabra de Dios es más preferible
antes que cualquier otra cosa. Dios ordenó a Saúl que exterminara a Amalec, un
pueblo enemigo de Israel, incluyendo todos sus animales de condiciones
perfectas; sin embargo él y su pueblo quería ofrecerlos en sacrificios y
ofrendas. Samuel le reprendió: “He aquí, el obedecer es mejor que un
sacrificio, y el prestar atención, que la grosura de los carneros” (vers.
22). Es decir, los fines religiosos no justifican la desobediencia a la Palabra
de Dios. El profeta Samuel lo confrontó cara a cara para anunciar a Saúl las
consecuencias de su pecado: “Por cuanto has desechado la palabra
del Señor, Él también te ha desechado para que no seas rey” (vers.
23).
Lo
mismo sucede en cualquier área del cristiano, en cualquier extensión de su
manera de vivir y, en esta ocasión, en la relación entre la obediencia y la
adoración. ¿Por qué es tan importante la obediencia en la forma de adoración a
Dios? Tengo varias razones para responder:
En
primer lugar, nuestro servicio, actitud, conducta, buenas obras, ofrendas,
testimonio y demás carecen de provecho, de edificación y de una genuina actitud
de adoración a Dios cuando nosotros caminamos en desobediencia a Sus
mandamientos. Es lo que nosotros cantamos en nuestros servicios dominicales:
“Nuestra obediencia es nuestra mejor adoración…”. La obediencia es una forma de
adoración al SEÑOR; la desobediencia la anula prácticamente. ¿Por qué? Porque
el mismo profeta Samuel lo dice: “El SEÑOR se complace en la obediencia a Su
voz”. Ése es Su complacencia, Su deleite, es el aroma fragante de nuestra
ofrenda de nosotros mismos a Dios. Igual convicción tiene el apóstol Pablo:
“Por consiguiente, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que
presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo y santo,
aceptable a Dios, que es vuestro culto racional” (Romanos 12:1).
Es decir, Dios es nuestra forma de culto, todo nuestro ser debe ser dirigido al
SEÑOR quien es nuestro centro de adoración, por tanto, adorémosle en Sus
términos. Se nos dice el qué hacer, pero ¿De qué manera podemos ser sacrificio,
vivo y santo, aceptable a Dios?, el apóstol responde: “Y no os adaptéis a
este mundo, sino transformaos mediante la renovación de vuestra mente, para que
verifiquéis cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, aceptable y perfecto” (Romanos 12:2). En otras
palabras, seremos sacrificio, vivo y santo, aceptable a Dios en la
medida que renovemos y conformemos nuestro entendimiento con Su voluntad, que
es todo lo buen, todo lo aceptable y todo perfecto en los términos establecidos
por el SEÑOR. Esta voluntad se manifiesta en Su Palabra. Dios se complace en
nosotros, como ofrendas vivas, cuando nos conformamos a Su voluntad.
En
segundo lugar, intentar adorar a nuestro Dios sabiendo que hemos sido
desobedientes a Su Palabra es consentir la hipocresía en nuestras vidas. De ahí
la importancia de consagrarnos a Dios y hacer confesión de nuestros pecados. La
exhortación para nosotros es que antes de presentarnos en servir, ofrendar,
hacer buenas obras, testificar, evangelizar, predicar, o cualquier actividad
que implique dar gloria a nuestro Dios con nuestras vidas mismas; examinémonos
a nosotros mismos si hemos desechado Su voz, y que nos conceda arrepentimiento
por nuestros pecados y gracia para caminar en obediencia a Su Palabra (Léase 2
Corintios 12:9, 13:5; 2 Timoteo 2:25 y 1 Juan 1:7, 9: 2:1-2). Solo así podemos
mantener una actitud constante de adoración en toda nuestra manera de vivir.
Por
último, en tercer lugar, siendo Jesucristo nuestro máximo modelo y que estamos
siendo conformados a Su imagen y semejanza (Léase Romanos 8:29 y Gálatas 2:20);
Él complació a Su Padre con Su obediencia y nos manda a seguir Su ejemplo: “Si
guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, así como Yo he guardado
los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Juan 15:10); y “El
que dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo” (1 Juan 2:6).
Solo a través del Espíritu Santo podemos glorificar a Jesucristo: “Él me
glorificará, porque tomará de lo mío y os lo hará saber” (Juan
16:14). ¿Qué tomará de Jesús para que le glorifiquemos? La verdad revelada en
Su Palabra acerca de Él mismo (Léase Juan 14:13). Vemos nuevamente la
obediencia en relación con la adoración.
Fue
precisamente la obediencia perfecta del SEÑOR Jesucristo que lo llevó a la cruz
como sacrificio y ofrenda fragante por nuestros pecados: “Por lo cual, al
entrar El en el mundo, dice: Sacrificio y ofrenda no has querido, pero un
cuerpo has preparado para mí; en holocaustos y sacrificios por el
pecado no te has complacido. Entonces dije: “He aquí, yo he venido (en el rollo
del libro está escrito de mi) para hacer, oh Dios, tu voluntad”.” […] “Por esta
voluntad hemos sido santificados mediante la ofrenda del cuerpo
de Jesucristo ofrecida de una vez para siempre” (Hebreos 10:5-7, 10). Fue
a través de la ofrenda de Su vida, que Dios no solo nos concede el perdón de
nuestros pecados, sino que Él promete “Y nunca más me acordaré de Sus pecados e
iniquidades” (Léase Hebreos 10:14-17). Nunca más se acordará de ellos; y será
para siempre. También dice el autor de Hebreos: “Puestos los ojos
en Jesús, el autor y consumador de la fe, quien por el gozo puesto
delante de Él soportó la cruz, menospreciando la vergüenza, y se ha sentado a
la diestra del trono de Dios” (Hebreos 12:2). Jesús se gozó porque sabía que
hacía la voluntad del Padre a fin de rescatar un pueblo beneficiado de Su
gracia. Por esa obediencia perfecta al Padre fue humillado, pero también
exaltado: “Y hallándose en forma de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le
exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre,
para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que
están en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra, y toda lengua
confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses
2:8-11).
Ante
esta gloriosa salvación que llevó en Sus manos el SEÑOR Jesucristo, sólo
podemos exclamar: “El Cordero que fue inmolado digno es de recibir el
poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la
alabanza” (Apocalipsis 5:12).
¡Sólo a Dios la
Gloria!